Mi primera vez en el Atlántico fue en un barco pesquero de 20 metros de eslora, grande para apartarse considerablemente de la costa y pequeño como para sentirnos una cascara de nuez flotando a merced del océano. Como no podía ser de otra manera, mi bautismo fue de fuego... o mas bien de agua, enorme tormenta (al menos así la sentí yo) con olas que pasaban por encima nuestro, lluvia torrencial, visibilidad nula. Los sentimientos encontrados de emoción, miedo, poder y debilidad inundaron cada rincón de mi ser. Al mismo tiempo sentirme un punto en la inmensidad y el protagonista de tormenta perfecta…pero con un final feliz claro! Al finalizar la tormenta, las tareas no cesan, mientras revisábamos cada centímetro de la embarcación y acomodábamos los enseres, el amanecer nos recibía con una caricia en el alma, el paisaje me obnubiló, allí quedé abstraído, con el inexplicable sentimiento que me colma aún hoy cada vez que levo anclas.